Se lo ha esperado, sin exagerar, durante años. Ese día en que uno se coloca frente a la página en blanco (de la pantalla, porque todas mis columnas editoriales las escribo directamente en la computadora) y aunque le haya dado vueltas varios días, el tema no aparece. No se trata del temido bloqueo de escritor, al que considero un mito engreído, como en esa fábula del zorro que no alcanza las uvas y se justifica diciendo que todavía están verdes, sino algo que más bien está en el lado opuesto: el exceso de temas sobre los que se podría escribir. O mejor dicho, opinar, aunque siempre con cierta carga relevante de información. Por supuesto, no recurriré al famoso soneto de Lope de Vega sobre cómo llenar un soneto. Seguro recuerdan su inicio: “Un soneto me manda hacer Violante /que en mi vida me he visto en tanto aprieto”, y lo que cuenta es el proceso de cómo se debe llenar el soneto y listo, lo completa. Lo que me recuerda el problema de Cervantes con el prólogo de la primera parte del Quijote, que no sabía cómo resolver y entonces aparece un enigmático amigo sin nombre y el prólogo también es el proceso de cómo solucionar el problema. Como vemos, no hay nada nuevo bajo el sol del Siglo de Oro.

Pero el dilema es otro. Un dilema de exceso y multiplicidad. Hay tantos temas en el orden del día, o del mes, que el menú es simplemente inagotable. Bastaría cerrar los ojos, extender la mano y coger el primero que pase por delante. Digamos, por ejemplo, algún detalle de la política nacional de turno. Por ejemplo, la noticia sobre los patrimonios de los actuales ministros del gabinete del presidente recién posesionado. Qué vergüenza deben pasar quienes asumen funciones públicas, espulgados hasta en lo mínimo, por el prurito de honestidad, y que apenas es el comienzo porque lo que viene después es la supervisión de la opinión pública a la manera de gestionar su cartera. Así que hay que tomar nota de los bienes al inicio y al final, no solo de ellos sino de todos los que se beneficiarán con el contacto de turno. Buena rima: el Gobierno de turno es el contacto de turno, sobre todo para quienes les brilla los ojos por la oportunidad que se le abre con su contacto (no rima, pero es lo cierto para la desgracia de un país de aprovechados de la política).

Podría, también, volcarme al ámbito internacional. Pero qué tristeza volver a hablar, una vez más, del conflicto interminable entre Israel y Palestina, del horror que ambos cometen en una escalada sin fin, sin humanidad. Y aunque apoyo la postura de Israel porque el terrorismo de Hamás es intolerable y no se puede silenciar, creo que el crédito se le acabó al Estado de Israel con su exceso de fuerza y muerte. Por supuesto, quienes se atrincheran sin autocrítica en cualquiera de los dos bandos, me resultan peores todavía, y no es admisible el menor asomo de antisemitismo camuflado (perversamente) o infiltrado (con mucha ingenuidad) debajo de la defensa de los palestinos inocentes que pagan las consecuencias de esta guerra.

Claro, mi campo siempre ha sido el de la literatura. Más de una vez he dicho que mis colegas de la página editorial son más expertos que yo en temas de política. Y no porque yo lo sea en el de la literatura, aunque algo sé. Más bien mi campo es ceñido, acotado, ronda los atributos del especialista, porque me centro en la novela. Lo que ocurre es que al abrir una novela lo que sale a flote, en doble surtidor, es el esplendor y la miseria de la humanidad. Así que en la novela no hay especialización en sentido estricto. Me acerco más bien al médico generalista, a los que más bien parece que cada vez consultamos menos, porque gracias a internet nos creemos expertos y vamos directo al especialista. No es muy saludable que digamos.

Me alejo. Vuelvo a mi tema. O mejor dicho: a mi ausencia de tema por el exceso del mundo. Siempre es un aliciente tratar sobre películas o libros, a fin de cuentas los artículos editoriales son hermanos menores del gran arte del ensayo. De lo que habría que escribir es sobre la película de Ridley Scott sobre Napoleón, solo que no la he visto todavía. No creo que la vaya a ver. Los comentarios no la pintan bien: mucho biopic, fuerte protagonismo de la esposa de Napoleón, y muchas batallitas. Mejor tomo mi ejemplar de La muerte de Napoleón, de Simón Leys, en edición de Acantilado, que es una verdadera joyita sobre una fuga del emperador francés hacia el final de sus días, y que tiene, sospecho, mucha más originalidad que la producción hollywoodense.

Como ven, terminé hablando de libros. Ha sido solo una mención. Por ahora basta. Podría hablar también de la (primero negada y finalmente lanzada) Feria del libro de Quito. Al menos la hicieron en el parque Bicentenario. Quedaron atrás los laberínticos desplazamientos al centro de Quito, y con buena voluntad y mucha prisa algunas mesas se convocaron. No fui, por cierto, quizá agobiado los últimos meses por tantos eventos literarios, y en parte eso explica que me haya quedado sin tema. Solo que, como han visto, no ha sido precisamente carencia sino exceso lo que me supera. Uno es mortal, limitado, subsana torpezas con mucho trabajo y correcciones, responde a imperativos de su época con cierta resistencia, y sospecha que más que información se trata de alcanzar un poco de música callada, quiero decir ritmo, un mínimo de voz personal que ayude en una pausa muy breve, el de esta lectura, voz nunca evidente y a la que toma años aproximarse y en la que uno agradece la paciencia de sus lectores, si es que se los tiene.

En mi próxima columna vuelvo al orden. Lo prometo.

Y está hecho, como dijo Lope. (O)