Pasan los años y como que el ‘cierre’ de todas nuestras actividades y experiencias lo marcan la Navidad y los días después, antes del primero de enero. Mediáticamente hablando –o escribiendo, a los que nos toca–, esto es motivo de un estrés al tratar de darle mil vueltas a una tradición milenaria y expresar adecuadamente las prioridades. Y lo más delicado: que ese ritual tan esperado y conectado con las esperanzas y la fe de una comunidad esencialmente cristiana no se convierta en otra farra reguetonera. O peor que eso, dejar a un lado los verdaderos propósitos que nos deben mover.