¿Puede alguien defender a su verdugo? En la década de los 70 Nils Bejerot describió un comportamiento social –que plantea una contradicción– y se produce cuando una víctima manifiesta afectos por su captor, a este fenómeno se lo bautizó con el nombre de síndrome de Estocolmo.

En este síndrome el vínculo social de violencia tiene dos caras: por un lado es rechazada y por otro es admirada. Una cosa similar parece suceder en las sociedades latinoamericanas, secuestradas por grupos delincuenciales que trabajan en las sombras y llenan de terror las ciudades. Pero cuyos ciudadanos mantienen admiración por gente poderosa, aunque sus ingresos provengan de actividades económicas al margen de lo legal.

Insumos para el pesimismo

Parece que vivimos el síndrome de Estocolmo cuando junto al discurso políticamente correcto convive una estructura sociocultural que sostiene y fomenta una admiración por esos héroes de barro. Ejemplos de esto son las canciones (narcocorridos), los murales en honor a traficantes de drogas y la predisposición de muchos profesionales del Derecho y otras ramas, que se convierten en servidores de los intereses de los grupos delincuenciales vigorosos.

Lo característico del síndrome de Estocolmo es que las víctimas están deslumbradas por su captor y en el fondo desean ser como ellos. De aquello se puede deducir que nuestra sociedad tiene ciertos indicios de padecer síndrome de Estocolmo, de ser así, resulta importante que los miembros de estructuras institucionales sean advertidos de este peligroso fenómeno.

Cuanto antes, ahora

No obstante, el síndrome de Estocolmo parece surgir periódicamente en la historia. Y coincide con crisis. Por ejemplo: la leyenda de Robin Hood es la imagen de alguien que roba a unas familias y reparte sus ganancias con otras. En Latinoamérica, Pablo Escobar Gaviria se asimila a una leyenda, hay museos, música, programas y novelas que contribuyen a engrandecer la imagen esos personajes y sus delitos. ¿Aquello debe continuar?

¿Cómo superar el síndrome de Estocolmo? La primera sugerencia es alejarse de todo aquello relacionado con los captores. Y por otro lado, sancionar con dureza; así el Estado debe aplastar a quienes condenan a las sociedades al terror. La tercera indicación es crear una producción cultural, mediática y comunicacional, que desprestigie a la delincuencia social.

Ya que los pequeños Estados sucumben a las fuerzas fácticas, es hora de que las organizaciones transnacionales, internacionales, sumen esfuerzos y garanticen la paz social. Así, para superar el síndrome de Estocolmo en una sociedad se requiere de un acuerdo superior transnacional que condene al unísono los actos delincuenciales, prohíba venerarlos y fustigue el servir a dicha causa.

Lastimosamente la delincuencia es un problema global. Por lo tanto, también las soluciones a la delincuencia deben ser planetarias. Quizá hoy es posible coordinar acciones mundiales, debido al desarrollo tecnológico, pero se requiere la participación de cada Estado, cada ciudadano y el apoyo internacional. Es hora de dejar de tener compasión por los captores, los inescrupulosos y los corruptos. Es hora de determinar que ciertos delitos estén en la categoría de “indefendibles”. (O)