El mundo está siendo testigo de un fenómeno que debe preocuparnos a todos: el colapso del Estado tecnocrático. Me explico.

Después de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, el modelo político que se volvió dominante en el mundo occidental fue uno donde el Estado era visto esencialmente como un ente burocrático neutro, encargado de implementar políticas públicas pragmáticas. La política ya no sería el campo donde los políticos buscarían su gloria personal o un vehículo para grandes proyectos ideológicos, sino un espacio monótono donde se buscarían consensos para resolver problemas prácticos y concretos. Este modelo político contrastaba fuertemente con la concepción del Estado en la Unión Soviética y sus satélites, donde la política era vista como el escenario de grandes transformaciones, el lugar donde la “vanguardia del proletariado” ejercería su rol histórico para llevar a la humanidad a su destino final.

¿Cómo entender las circunstancias?

La caída del Muro de Berlín parecía haber puesto punto final a este debate. El politólogo Francis Fukuyama incluso proclamó que la humanidad había alcanzado el “fin de la historia”. Esta expresión, tomada de Hegel, articulaba la convicción de que el modelo liberal-tecnocrático del Estado, la economía y la política ya no sufrirían más transformaciones radicales, sino que habíamos llegado a una suerte de punto de equilibrio del que no seríamos perturbados. Sin embargo, el optimismo de Fukuyama no duraría más de tres décadas. Hoy en día, este modelo de política está entrando en crisis y estamos presenciando el regreso de una política centrada en figuras carismáticas que entienden la arena política esencialmente como un lugar de lucha, conflicto y revancha. El ascenso de Donald Trump en Estados Unidos es un síntoma evidente de ello, pero patrones similares pueden observarse en Europa y América Latina.

Uno de los factores clave en el rechazo a la política liberal “aburrida” ha sido la creciente desconfianza hacia las instituciones tecnocráticas, a menudo retratadas como “élites” desconectadas de la voluntad popular. La percepción de que las decisiones se toman en esferas alejadas del pueblo ha alimentado un sentimiento de alienación y descontento, abriendo la puerta a líderes que se presentan como “uno de los nuestros”. La narrativa populista es poderosa precisamente porque simplifica la complejidad de los grandes problemas sociales y económicos actuales, reduciéndolos a un mero conflicto de “ellos” contra “nosotros”, el “pueblo” contra “las élites”, lo cual es fácil de vender en masa.

Vergüenza de aquellos

En tiempos recientes, esto ha sido exacerbado por el auge de las redes sociales. Estas plataformas digitales permiten a los políticos personalistas llegar directamente a sus electores, sin el filtro de los medios tradicionales, los cuales son rutinariamente satanizados como parte de “las élites”. Las redes sociales también fomentan la creación de narrativas simplistas y emotivas que resuenan con los sentimientos de la gente, por más desconectadas que estén de la realidad. Un meme vale más que mil palabras. (O)