Frente a los hechos de violencia ocurridos la semana pasada, muchas personas no han dudado en calificar al Ecuador como un Estado fallido. Este término fue acuñado hace algunos años para referirse a los países que han perdido algunas de las cualidades que debe tener la mayor y más importante organización política de las sociedades contemporáneas. Erróneamente, esta denominación sirvió para calificar a los gobiernos del momento, y no, como era su pretensión original, para analizar la mayor o menor capacidad del orden político para garantizar la convivencia humana. Acudiendo a ese sentido estricto, en América Latina solo se podría hablar de un Estado fallido, que sería el caso de Haití. Sin embargo, hay varios países que pueden estar en camino a serlo, entre los que se incluiría el nuestro.

Un elemento fundamental para sostener esa afirmación es que rápidamente el Estado ecuatoriano ha ido perdiendo el monopolio de la fuerza (mal traducido en muchas ocasiones como el monopolio de la violencia), que es una de las condiciones básicas para garantizar la cohesión social. El incremento de los hechos de violencia, la multiplicación del sicariato y del sinfín de formas delincuenciales, que apenas pueden ser controladas a medias, son expresiones de la erosión de esa capacidad estatal básica. Una evidencia puntual pero altamente expresiva de esto son las escenas recogidas en los vídeos emitidos desde las cárceles por los jefes de las organizaciones delictivas con su respectiva guardia armada (en algunos con presencia de guías penitenciarios). En este último caso, el Estado se demuestra incapaz de establecer su presencia y su autoridad en unos espacios que, por su propia función de aislar a los elementos peligrosos, deben estar sometidos a un control estricto y sin fisuras. Al parecer al abandonar su denominación de cárceles y al sustituir la condición de preso por el eufemismo de PPL (personas privadas de libertad) se dejó de lado también aquella función básica.

No es un consuelo decir que estamos en camino y que no hemos llegado al final. Es más bien un llamado de atención para señalar que está presente la posibilidad de frenar ese tránsito y dibujar un camino diferente. Pero es necesario evitar el atajo fácil de acudir a la mano dura. Esta es una solución desesperada que, al tocar solamente la epidermis del problema, constituye un parche temporal y lo agrava en el mediano plazo. Además, la mano dura y otras propuestas de esa naturaleza inciden negativamente sobre otra de las condiciones que debe tener el mismo Estado, que es la garantía de la vigencia plena de los derechos civiles, políticos y sociales. La historia contemporánea está llena de enseñanzas al respecto y nos dice que un Estado sólido no es un Estado autoritario.

El desafío es construir un Estado de derecho (en singular, no en ese plural que fragmenta, como lo hace la Constitución vigente). La responsabilidad no la tiene exclusivamente el Gobierno, cualquiera que este sea, sino el conjunto de instituciones de los tres poderes y de las instancias locales (que actualmente no tienen facultades ni atribuciones para ello). En el mundo ideal el papel central le correspondería a la ciudadanía, siempre que abandonara la actitud pasiva y, además, razonara cuidadosamente antes de depositar su voto. (O)