¿Alguien con sentido lógico bien tendrá aún dudas sobre quién ganó las presidenciales del domingo anterior en Venezuela? Transcurrida casi una semana está bastante claro que la oposición al chavismo, ahora mucho más organizada y estratégica, ha logrado rebasarlo, con el empuje y la indignación que le da ese malestar ciudadano profundo.

“Votemos para que nuestros hijos vuelvan” le escuché decir a la líder opositora María Corina Machado allí, al pie de la urna, palabras desbordantes de empatía que deben haberse instalado con fuerza en la mente y el corazón de quienes vieron partir a los que más querían, sin destino fijo.

Pero en el metaverso chavista esto no es así. Oficialmente el ganador, una vez más, es Nicolás Maduro, el heredero político de Hugo Chávez, quien junto con su compañero de fórmula del terror, Diosdado Cabello, la misma noche electoral, pusieron a trabajar a toda máquina su aparato de represión contra quienes, como nunca antes, se atrevieron a volcarse a las calles a clamar por que se respete el epílogo democrático, con mayoría de votos, de algo que hace mucho tiene el aspecto y las acciones de una dictadura, respaldado por los generales que han disfrutado de las delicias del poder absoluto. Se autoproclamaron ganadores sin permitir el acceso oficial a los datos que sustenten tal triunfo y sin observadores internacionales, que fueron impedidos de llegar a Caracas en la previa. Con altísimas dosis de prepotencia que los desnudaron ante el mundo y si algún ser pensante aún creía que el del chavismo era un liderazgo sólido, es muy probable que la cordura le haya llegado de golpe al constatar que ya no lo es más.

El atropellado triunfo de Maduro en lo formal es entonces una horrenda derrota de su imagen en lo moral, de la que difícilmente podrá levantarse. Y para los supuestos derrotados, un gran triunfo en la difusión global de su oposición, que se llenó de solidaridad, lo que marca un escenario inédito y convulso.

¿Qué soluciones son posibles? Cuando se trata de dictaduras, y Latinoamérica tiene amplia experiencia en estas, el camino no ha sido el voto, porque el dictador es usualmente quien los cuenta y los muestra o esconde según sus conveniencias. Sí ha sido un camino de cambio el de la ira social que, quitada la venda, presiona y ha puesto hasta los muertos.

Antecedentes hay muchos y esto que pasa ahora mismo en Venezuela me hace recordar el de Perú de inicios del siglo XXI cuando desde Tokio, donde se sospecha realmente nació, el presidente Alberto Fujimori, un intocable que luego terminó preso en las cárceles que él mismo construyó, mandaba su renuncia, ante la convulsa situación ocasionada por el develamiento del fraude que le dio la segunda reelección: cuadrillas de obreros habían sido contratados para falsificar las firmas de respaldo que permitieron su inscripción, ante el escaso apoyo popular que entonces tenía. Alguno de esos obreros, ya sin ideas, firmó como “Betty, la fea”, confiado en la impunidad.

Historias como las que ahora vivimos no son nuevas, no tienen duración establecida, pero sí esperemos tengan un final feliz. El mejor posible para los hermanos venezolanos. (O)