¿Cómo están los ciudadanos afrontando el miedo producto del incremento de la inseguridad en buena parte del país? Esta fue la pregunta que guio la conversación de ocho personas que nos encontramos, hace algo más de 15 días, en la sala de preembarque hacia Guayaquil. Las primeras cuatro historias se las conté en mi última columna, hoy contaré las tres últimas y una extra durante mi estancia en esa ciudad. Ahí van:

1. En las calles de Carapungo, los correteos entre los comerciantes de droga son a plena luz del día. Algunos llevan armas blancas, que las dejan ver sin ningún tipo de reparo. Antes, esos asuntos se solucionaban en la oscuridad. En las paradas de los buses, la gente mira para otro lado. A veces ni siquiera comentan lo que pasa, se limitan a abrazar sus pertenencias. El silencio se ha apoderado de ellos.

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2. Quevedo es una ciudad que está dividida entre algunas bandas criminales. La gente sabe que hay Lobos y Choneros, también otros más, que han trazado líneas que no se pueden cruzar, porque las consecuencias serían terribles. La gente es rehén, mucha prefiere no salir de sus casas a partir de las 18:00 o antes. Los motores que rugen, el bullicio que se escucha después de esa hora, no es de su incumbencia. Suben el volumen de sus televisores o de sus radios y guardan silencio.

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3. En Tulcán es conversación de muchos el pedido que hicieron algunos de los habitantes de Maldonado, una parroquia que está muy cerca de Colombia. Por el clima, el destacamento fue afectado y debió ser instalado momentáneamente en otro lugar, dentro de la misma parroquia. Sin embargo, algunos de los parroquianos pidieron que los saquen de esa zona. En Maldonado y El Chical se cuentan historias de cómo ha crecido la producción de drogas en Colombia a la altura de estos dos poblados y tienen más miedo que antes. Saben de los riesgos para sus familias y de los varios y viejos caminos que conectan a los dos países para el movimiento de la droga.

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La historia extra: no pude evitar notar como en algunos centros comerciales de Guayaquil los guardias que están en el control de ingreso pasan sus espejos por debajo de los vehículos para garantizar que no tengan explosivos. Tampoco pasa desapercibido que los guardias visten con cuanto equipo les pueda proteger. En algunos restaurantes hay hasta tres personas para controlar el ingreso. Algunos son bastantes fornidos y se encargan de cerrar inmediatamente la puerta. Alrededor de las rejas de las casas también se han dejado crecer plantas que bloquean la mirada de los curiosos. Ya nadie viaja con las ventanas abiertas y las puertas sin seguro. En los taxis verifican constantemente dónde están y a dónde se dirigen…

Estas historias, que muestran nuestra forma de manejar el miedo, dejan varias alertas. Una muy importante es que no podemos dejarnos arrinconar en lo que consideramos nuestros espacios seguros. El trabajo conjunto de policías, autoridades nacionales y locales, dueños de locales, vecinos de los barrios, de los transeúntes es la base para retomar la ciudad y sus espacios que son nuestros. (O)