Castro, Ortega, Chávez, Maduro, y toda esa fauna de dictadores que han poblado el planeta, se caracterizan por su aspiración a la eternidad en el poder, a la consagración en los altares de patrias convertidas en escenarios de represión y abuso. Todos pretendieron, y pretenden, inaugurar dinastías, quedarse para siempre, dejar herederos que les cubran las espaldas y cómplices que socapen sus desafueros. Todos, a su tiempo, fueron “iluminados”, descubridores de la verdad política, fundadores de la mentirosa “felicidad de los pueblos”, y todos, a su modo, prosperaron por el uso maquiavélico del miedo, el aplauso, el espionaje y el adulo.

La dictadura, por definición, odia a la República, porque cuando la República funciona, hay alternabilidad, rendición de cuentas y limitaciones al poder. Hay publicidad de los hechos. Hay libertad de opinión y prensa libre, que es la mala conciencia de los gobiernos. Las dictaduras, en cambio, sofocan a la gente con propaganda, esconden lo que les conviene, reprimen, amenazan y aborrecen de las libertades.

La aspiración a la eternidad busca justificación en conceptos como la “voluntad del pueblo”, “la misión de la patria”, los intereses de la nación, etc. Estas excusas retóricas y falsas descalifican a los adversarios y “legitiman” reelecciones, manipulaciones y fundamentalismos que entontecen a los súbditos, porque las dictaduras de todos los signos, por arte de represión, de mentira o de discurso, transforman a los ciudadanos en vasallos y logran lo increíble: que las masas repudien las libertades, que la disidencia se transforme en pecado, que la independencia sea sospecha de traición. Logran que el aplauso suplante al buen juicio. Al final, domestican por largo tiempo a los pueblos y generan dependencia y sumisión.

Cuando la dictadura se agota y la gente huele la libertad y sabe que, más allá del fraude y del encierro, hay posibilidades de vivir de otro modo y de creer en referentes distintos de los íconos del dictador, crece la oposición, la gente pierde el miedo, sale a la calle y llena las plazas. Se inaugura así el tiempo de la rebeldía, y viene la afirmación de las libertades, para desazón de los dueños del poder, de sus cortesanos y guardaespaldas.

La democracia electoral ha sufrido gravísima distorsión con la manipulación del voto, con la opacidad de la que medran los poderosos, con la literatura barata de los partidarios de las dictaduras, que disfrazan su vocación de autócratas con discursos de falsos nacionalismos, apelaciones a la soberanía, a la justicia social y a la revolución. La verdad es que añoran el poder, que, como alguien dijo, es la posibilidad de hacer daño, el recurso para dominar. La verdad es que les interesa ese difuso y equívoco concepto de “voluntad popular” solo para modelar las sociedades según sus apetitos.

Lo que ocurre en Venezuela nos atañe a todos quienes creemos en la libertad, a quienes pensamos que la democracia no es un juego y que la República es el mejor sistema para vivir conforme a la dignidad y a la paz. (O)