Hay un estratega político español, experto en comunicación y avalado por la academia, que según supe es quien ha aterrizado en la campaña de Gustavo Petro en el vecino Colombia, el candidato que mantiene el favoritismo para la finalísima del 19 de junio, y lo ha bajado de la tarima, le ha quitado el micrófono y lo ha puesto a jugar fútbol en sectores populares.

En campaña también se prometen muchas cosas que el político sabe inviables, pero apuesta por la desmemoria colectiva.

La pelota de fútbol, dicen los que mucho saben de esto, es un gran y probado vehículo de comunicación de masas, puede reunir en segundos a personas desconocidas alrededor de ella y hacer que en poco rato estén abrazados jubilosos por algún gol. Y entonces la estrategia “balonística” gana sentido si se trata de contrarrestar al candidato “sorpresa” Rodolfo Hernández, un septuagenario outsider que no ha tenido empacho en montarse en una patineta y hacer piruetas en TikTok, recurso probado y aprobado en recientes procesos electorales, como el de acá en Ecuador, con nuestro propio capítulo de patineta y zapatos rojos. Así en Colombia, ni el uno habla de su militancia guerrillera en M-19 ni el otro de los juicios vigentes que tiene por supuesta corrupción.

¿Está mal que eso ocurra? ¿Es horrendo para nuestras democracias que se elija según la destreza con la pelota, la patineta o el ningún miedo a hacer el ridículo, adoptando personalidades postizas? No, no lo está, porque ahora las audiencias (y los votantes lo son, y muy variada) tienen tal avalancha de contenido al alcance de su mano que quien capta su atención rápido, en ocho segundos según un controversial estudio, será quien habrá ganado su simpatía, que luego habrá que convertir en votos. Donald Trump se puso la camisa blanca y la corbata roja excesivamente laaaarga, tal como la visten los obreros de los estados indecisos de los Estados Unidos cuando van los domingos a la iglesia. Ah y la gorra roja, símbolo de la otrora bonanza de la industria automotriz con aquello de hacer de su país “grande otra vez”. Ninguna de esas cosas fueron casuales.

Pero la campaña, dicen las evidencias, debe terminar el mismo momento del conteo de votos, y de allí en adelante, si los favorece el triunfo, habrá que guardar la pelota, la patineta, los zapatos y corbata rojos y empezar a gobernar, que es una tarea diametralmente distinta a la propagandística. También guardar las gafas oscuras de aviador similares a las de Sarah Connors, que desde la pandemia se han vuelto frecuentes en nuestra ciudad, con la preocupación para quienes vimos la saga Terminator y sabemos cómo termina el personaje.

Hay que concentrarse en hacer que la máquina funcione y cumplir lo ofertado, porque en campaña también se prometen muchas cosas que de antemano el político sabe inviables pero apuesta por la desmemoria colectiva. Para decirlo en sencillo, la campaña es el tráiler y el primer día de trabajo empieza la película. En el tráiler, como es comercialmente correcto, se habrá pintado la historia de mil colores y escogido las mejores frases, pero en la película real es cuando vamos a saber si todo lo dicho es posible y si vale la pena sentarse a ver. Y es frecuente, a la salida del cine, la sensación de que “me trajeron engañado”. (O)