En los últimos once años (2011-2022), el ingreso a la educación superior se basó en un sistema de exámenes estandarizados. El primero fue el Examen Nacional de Educación Superior - ENES (prueba aprobada por el Gobierno de Correa). Desde ese momento, miles de jóvenes se han quedado sin ingresar a la universidad. Según datos oficiales de la Senescyt (segundo semestre de 2012 a segundo semestre de 2019), a escala nacional han postulado para acceder a un cupo a la educación superior 2′241.732 estudiantes: al 53 % (1′197.451) de los postulantes se le asignó un cupo, mientras que al 47 % (1′044.281) restante no. En el proceso del 29 de marzo de 2022, en el Test Transformar (examen aprobado por el Gobierno de Guillermo Lasso) participaron 327.128 postulantes para aproximadamente 122.000 cupos. La realidad es clara: la demanda supera la capacidad de la universidad.

Una vez que el Gobierno ha decidido entregar la responsabilidad del sistema de ingreso a la universidad, y luego de una década de exámenes estandarizados, es menester preguntarnos: ¿de qué ha servido a nuestros jóvenes rendir las pruebas y obtener buenos resultados?, si al final no existen cupos suficientes para todos. Vale esta inquietud bajo los resultados de las evaluaciones Ser Bachiller (examen aprobado durante el gobierno de Moreno), en que se evidenció una mejora general respecto al año anterior. El porcentaje de estudiantes de sostenimiento fiscal que no alcanzaron el mínimo nivel de competencia (insuficiente) se redujo 2,6 puntos porcentuales en el periodo 2017-2018 respecto al periodo 2016-2017, mientras que el porcentaje de estudiantes que alcanzaron un resultado excelente se incrementó en 0,9 puntos porcentuales.

Cada Gobierno, en los últimos años, cambió el nombre del examen. Pero jamás enfrentaron uno de los principales problemas: el recorte de recursos a la educación.

Es preciso recuperar el significado formativo de las evaluaciones, su papel para identificar vacíos y fortalezas...

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Según el Observatorio del Gasto Público: “El presupuesto aprobado para las 33 universidades y escuelas politécnicas públicas pasó de $ 867,26 millones en 2019 a $ 798,64 millones en 2020; es decir, sufrió una reducción del 8 % en un año (- $ 68,62 millones)”. Pero, si revisamos el portal web del Ministerio de Economía y Finanzas, vamos a encontrar que desde el 2011 la universidad pública es víctima de un recorte sistemático en sus recursos.

Otro tema por enfrentar es el modelo de evaluación vigente —elaborado e impulsado por Ineval y avalado por el Ministerio de Educación, Senescyt—, el cual rige en todo nuestro sistema educativo y tiene como característica un enfoque orientado al control, la certificación, la comparación y la clasificación. Han predominado las miradas estadísticas en detrimento de las miradas educativas integrales. Es momento de desarrollar un debate y acuerdo que nos permita alcanzar un salto cualitativo en el enfoque, en la confiabilidad y en los procesos de evaluación. Es preciso recuperar el significado formativo de las evaluaciones, su papel para identificar vacíos y fortalezas, para cuyo efecto se precisan recursos económicos y un nuevo modelo de evaluación, pues los problemas en educación no se solucionan por decreto. (O)