Nunca en la historia la región de América Latina y el Caribe ha estado más fragmentada que en la tercera década del siglo XXI. El peso de los Estados Unidos, sobre todo su preeminencia en el siglo XX, articuló las políticas exteriores latinoamericanas alrededor de sus intereses, siempre con algunas disidencias. Argentina que se declaró neutral frente a la II Guerra Mundial, o Cuba que se plegó al bloque soviético durante la Guerra Fría, fueron probablemente los casos más notables de contestación a la hegemonía de Washington. A partir de la década de los años noventa, y en concreto de la búsqueda de salidas regionales a los problemas del hemisferio occidental, los países latinoamericanos, siempre en un contexto de heterogeneidad y de diversidad, buscaron operar como conjunto en iniciativas como el Grupo de Río, las Cumbres Iberoamericanas y Euro-Latinoamericanas, y a finales de la primera década de este siglo en la CELAC.

El pospopulismo en América Latina

La última ola de la globalización puso a las economías de la región a competir entre sí, y esa condición fue la base del cambio que siguió a la crisis económica mundial del 2008. Las organizaciones regionales no tuvieron la capacidad, porque no fueron diseñadas para ello, de procesar los conflictos y polarizaciones, y, en general, todas se erosionaron, y la baja más importante fue la de UNASUR, una excelente idea que se debilitó cuando varios gobiernos sudamericanos la dejaron y otros la usaron para afianzar su política doméstica. Esas nuevas organizaciones, por su parte, jamás se plantearon la posibilidad de producir espacios supranacionales de decisión. Nadie quiso ceder un miligramo de soberanía.

‘La galaxia rosa’

La región ahora tiene dificultades para expresarse con una sola voz. Se hacen esfuerzos por sostener la imagen de cohesión, pero hay muchas divisiones. Probablemente la principal es la ideológica, la misma que se ha impuesto sobre cualquier aproximación pragmática en muchos países. Los gobiernos de orientación liberal no han construido un bloque, pero sus afinidades son suficientes para condicionar las decisiones de organismos internacionales que requieren consensos unánimes. Ellos, por su parte, no han generado propuestas regionales alternativas a las existentes.

Los gobiernos que se identifican con las izquierdas, por otro lado, no han tenido la capacidad de replantear un proyecto común incluyente que reconozca y respete diferencias y diversidades, que es lo que sí ocurrió cuando los protagonistas del regionalismo latinoamericano fueron personajes como Lula o el propio Chávez hace más de quince años. Al momento hay rencillas entre jefes de Estado que se ventilan casi como problemas personales, diferencias de posición cardinales ante acontecimientos como la guerra contra Ucrania o las masacres en Palestina, causas judiciales en tribunales. América Latina no necesita eso; no le hace bien una retórica de confrontación interna. El futuro previsible no ofrece una solución de suma cero, en que una tendencia política se vaya a imponer en toda la región. Eso no ha ocurrido ni va a acontecer. América Latina requiere que sus dirigencias comprendan la necesidad de la unión reconociendo su diversidad. (O)