Se atribuye a Hipócrates la expresión “Toda enfermedad empieza en el intestino”. Con las nociones básicas que le daban la observación y el razonamiento, el padre de la medicina anticipaba algo que, en los últimos años, ha sido motivo de abundante investigación científica, por la estrecha relación entre el cerebro y el sistema gastrointestinal. Muchas enfermedades se manifiestan con síntomas digestivos, sobre todo aquellas relacionadas con condiciones autoinmunes o de estrés, como el síndrome de colon irritable o la enfermedad inflamatoria intestinal. Entre las enfermedades neurológicas, las degenerativas son las más relacionadas con síntomas gastrointestinales que, en ocasiones, se presentan años antes de que los síntomas neurológicos aparezcan.

Cerebro e intestino se comunican en doble vía siempre. Es común que sintamos molestias gástricas e intestinales frente a situaciones de estrés que pongan en alerta a nuestro cerebro. Este síntoma digestivo, a su vez, puede reforzar el síntoma de ansiedad, convirtiéndose en círculo de retroalimentación.

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El intestino de un humano adulto alberga trillones de microorganismos (bacterias en su mayoría) con propiedades bioquímicas y material genético diverso, convirtiéndose en un gran centro de operaciones de nuestro organismo. A este conjunto de microbios se lo denomina microbiota intestinal y es único en cada individuo. Este mantiene el equilibrio metabólico, produce enzimas, vitaminas, ácidos grasos de cadena corta (efecto neuroprotector), protege el intestino y regula la liberación de neurotransmisores. Además, juega un papel importante en la regulación de la respuesta del sistema inmune. Esta microbiota vive en equilibrio con nosotros. Se adquiere por primera vez durante el parto y con la lactancia materna. A los 4 años ya se ha completado y permanece más o menos estable durante la etapa adulta, aunque puede ser influenciada por factores como dieta, estrés, inflamación y medicinas.

El tubo digestivo cuenta con su propio sistema nervioso, que depende del cerebro. La actividad de la microbiota genera mensajes no solamente referentes a la motilidad del intestino, sino también de lo que ocurre en esa interacción con el cuerpo humano. La comunicación es siempre de doble vía: la microbiota afecta el funcionamiento humano y viceversa.

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Cuando se desequilibra esta relación microbiota-intestino-cerebro ocurren disturbios metabólicos, generación de toxinas y disminución de factores neuroprotectores que se pueden manifestar como alteraciones cognitivas, emocionales y alteraciones del apetito. Los cambios inflamatorios alteran el sistema inmune y podrían provocar lesiones que “disparen” ciertas enfermedades neurológicas como la esclerosis múltiple, el párkinson o el alzhéimer. Se ha investigado la relación de la microbiota con enfermedades como el cáncer, la diabetes, la obesidad, el lupus, la depresión, entre otras.

La persona sana cuenta con una microbiota equilibrada, diversa y resiliente. El estrés y las dietas ricas en alimentos ultraprocesados han sido señalados como responsables de la disminución en cantidad y calidad de la microbiota intestinal y de los padecimientos que se derivan de esta alteración. Podemos concluir entonces que “somos lo que comemos”. (O)