Vuelve al ruedo en estos días el debate sobre libertad de expresión y libertad de prensa. La duda de si son lo mismo. Si al afectar a una se está afectando a ambas. Que si son o no el escudo ideal para decir lo que uno quiera, sin que haya consecuencias. O que si, en aras de esa libertad de expresarse, se deben permitir excesos, libertinaje.

La respuesta a todas las anteriores, desde mi punto de vista, es no. Y eso deberíamos tenerlo claro sobre todo los comunicadores, muchos ahora autodidactas, pero que cada vez parecen preocuparse menos y actúan con mayor irreverencia ante el hecho de que la materia prima preponderante de nuestro trabajo es la honra de alguien, y que tenerla entre las manos, o en la punta de la lengua, es una responsabilidad inconmensurable. La honra del individuo detenido en una calle al que acusan de un robo y al que enseguida llamamos “delincuente”; la del hombre al que alguna mujer acusa de acoso o abuso, o a la inversa; la del futbolista que falla un gol; de quien es objeto de burla y mofa a través de los medios; del funcionario de finos saco y corbata, señalado en un desfalco. Muchas veces el eje del trabajo informativo involucra lo que desde antaño aparece en textos legales como “el honor y el buen nombre” de alguien, y allí rinden examen el profesionalismo, la seriedad y la responsabilidad del comunicador que los alude. Porque de un ataque equivocado a esos valores es difícil volver.

La revocatoria de la visa...

El New Yorker, ‘Los irreverentes’ y Alondra Santiago

En sencillo, la diferencia entre la libre expresión y la libertad de prensa es que la primera la deberíamos gozar todos desde el nacimiento, cuando le pegamos sonoro grito al médico que nos saca de nuestro cómodo hábitat del vientre materno, y nos habilita luego a decir lo que pensamos, con la única salvedad de no afectar la integridad de alguien que se motive a hacer valer su “honor y buen nombre” a través de las leyes. La libertad de prensa es todo eso más otros elementos: que lo que se dice a través de un medio de comunicación, de los de antes o de los de ahora, sea lógico, verificable, pero sobre todo comprobable. Para más luces, con pruebas tangibles que puedan sostener lo que se ha dicho. Sí, como en los juzgados, donde tanto nos molesta que se dé libertad a un supuesto delincuente, cuando nadie aporta con pruebas para condenarlo, por miedo, exageración o porque en realidad no existían.

Eso es lo que en la Constitución de Montecristi y las leyes complementarias de control a la prensa impulsadas por el correato quedó establecido como responsabilidad ulterior: ser responsable de lo que se dice, sin fecha de expiración. De tal manera que al libre expresarse en medio de la noche usted puede exclamar sin despeinarse “¡Qué lindo está el día!”, mientras que el comunicador profesional, con la libertad de prensa a cuestas, al menos deberá asomarse a la ventana o mirar el reloj para saber si lo que usted ha dicho tiene lógica, es probable y, solo ahí, comunicable.

Duro debate este de la libertad de expresión, de prensa y el libertinaje y de todos los variopintos criterios que surgen alrededor de ellos, vertidos por personajes camaleónicos, que desvergonzadamente cambian de color, según la ocasión. (O)