En la etapa de gobierno de transición, que se inició hace pocos días, los elegidos para gobernar tienen la tarea difícil, pero indispensable, de encontrar y ejecutar soluciones para la crisis múltiple que vivimos, que tienen varias aristas aunque sus raíces son las mismas: crisis ética y crisis política, en la que con frecuencia aparece la palabra democracia que muchos dicen defender.

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Sería oportuno aprovechar esta etapa para reflexionar si realmente somos un Estado democrático, como nos definimos en el artículo primero de la Constitución. La duda puede parecer fuera de lugar, pues periódicamente somos convocados a ejercer el derecho del sufragio para elegir a nuestros gobernantes, a veces se realiza una consulta popular, hay instancias gubernamentales que tienen la misión de trabajar para que los ciudadanos puedan ejercer su derecho a los servicios básicos y hay grupos, casi empresas, electorales que se autodenominan partidos políticos y se clasifican como de izquierda o de derecha.

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Pero ¿solo eso es la democracia? En las definiciones de democracia siempre se alude, de una u otra manera, al origen etimológico de la palabra, según eso, es el gobierno del pueblo y Abraham Lincoln añadió “por el pueblo y para el pueblo”. Se puede argumentar que el pueblo es convocado a elegir a sus gobernantes, y así es, pero lo hace llevado por la ilusión técnicamente provocada, de que el candidato cumplirá lo que ofrece, cuidándose muy bien de no concretar, son vendedores de ilusiones. Y eso se repite, una y otra vez, cualquiera que sea la ideología política que digan que profesan y la ciudadanía va perdiendo la esperanza. El voto se convierte en un requisito que hay que cumplir porque es obligatorio, la apatía política va ganando espacio, ya no importa si los candidatos son de izquierda o de derecha, para las mayorías los resultados son casi los mismos, y si tienen que votar, muchos lo hacen por el que menos les disgusta. Las elecciones no se hacen con un voto informado y, sin embargo, son las que legitiman la democracia.

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En este país democrático, “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, las instituciones que son la cara visible de los gobiernos van degradándose poco a poco, no se trata solo del Ejecutivo, se ha perdido la confianza en la Asamblea, en la Función Judicial, en los organismos de control. Parece que mientras más se habla de democracia, más se hace para destruirla. En este punto he recordado unas líneas de un artículo de Javier Cercas, en su libro No callar, cuando dice, refiriéndose a las ideologías que desembocan en autoritarismo, que consideran que en cuanto democracia “es mucho más eficaz defenderla en teoría y atacarla en la práctica, socavándola desde dentro, destruyendo sus instituciones y sus mecanismos”, y añade que entonces “en democracia la forma es el fondo y que basta destruir las formas de la democracia para destruir la democracia”.

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Bien podríamos como sociedad civil aprovechar la transición para preguntarnos en conjunto qué es lo que entendemos por democracia y si tal como ahora la aplicamos podemos seguir diciendo y oyendo decir que es el gobierno del pueblo. Quizás de esa respuesta dependa el futuro. (O)